8 de agosto de 2011

Dejar recado a la portera


Una mueca se dibujó en su cara al consultar el cronómetro.   01:38:50 hasta el portal.  En cuatro minutos el ascensor empezaría su actividad.  En su cuello, el pulso acelerado revelaba que el último kilómetro había sido cuesta arriba.  Tres minutos para ducharse.  Imposible.  Optó por ponerse encima la bata beige y se dejó puestas las zapatillas buenas, las de pronadora.  Bayeta en mano, empezó a frotar la barandilla.  El ascensor.  Buen día, Don Camilo.  El anciano gruñó, falto de la primera copa de anís de la mañana.  Buenosss díasss, Inéssss, dijo el policía del 2º poco después.  Con gafas de sol ya a las 6:30, bañado en colonia y con los pantalones del uniforme ajustados, el agente Cabrera estaba convencido de que era irresistible.  Agente, contestó Irene, resignada a que el nombre de la portera no fuera digno de retener.  Los demás tardarían media hora en bajar.  Una pausa que le permitiría cambiarse.   Lo último en quitarse fue la raída camiseta del Maratón de París del ’96 que le regaló el del 4º, ahora un obeso.   Bajo la ducha, el agua despertó los rasguños recientes.  La vieja de esta mañana, aunque toda huesos, había sido una de esas que no entiende que a esa edad no vale la pena aferrarse tanto a la vida.  Tuvo que apretar la cuerda con todas sus fuerzas hasta que la anciana dejó patalear.  Ciega de placer, sólo al final Irene vio el brillo de sus propios ojos reflejados en las pupilas ajenas ya sin vida.  Mañana también saldría, pero con la idea de seguir un entrenamiento para mejorar la velocidad.  Cada vez tenía que desplazarse por calles más lejanas y luego llegaba con el tiempo justo para empezar su turno.  No debía seguir arriésgándose, pero una hija siempre debe buscar a su madre.